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Evaluar en tiempos de ajuste 
 
Por Nahuel Escalada
Mayo 2016
 

América latina se encuentra en este momento en un proceso de reconversión que pareciera retrotraerse en términos de dirigencia política y de encuadre de la política pública a la experimentada por la región durante la década del noventa. La historia del continente se encuentra en esa tensión entre gobiernos de corte más intervencionistas y gobiernos neoliberales tendientes a procesos de ajuste estructural.

Este momento no es la excepción y una de sus principales características es la disminución de la política social - Argentina es claro ejemplo tras las elecciones presidenciales de 2015 -. Vale aclarar que hablamos  aquí de una disminución de la política pública, dado que se entiende que aquellos casos en los cuales se decide no actuar, o la decisión del Estado de no intervenir (o de intervenir en menor medida) en conmociones sociales también conforman parte de la política pública enmarcada en un proceso de reducción del Estado.

Es que para llegar al Estado mínimo es necesario enfocar la planificación gubernamental hacia ese fin; en ese sentido, existe una facción fuerte de cientistas sociales que expresan su malestar respecto a  los dramáticos resultados que, en el marco de una  desigualdad económica presente y creciente, una intensificación de la polarización social, una masa poblacional que se encuentra inhabilitada de satisfacer cuantiosas necesidades y de acceder a servicios básicos que se ven deteriorados en su infraestructura y muchas veces privatizados anulando su universalidad, ha tenido la rigurosa aplicación de la doctrina de “ajuste estructural” bajo la égida del neoliberalismo en las sociedades latinoamericanas. A esto se suma el hecho de que se aprecia  en las políticas sociales y la actuación del Estado, en un contexto internacional dominado por los criterios de la eficiencia, la competitividad y la totalización del papel autorregulador del mercado, una anulación de la paternalidad y la contención hacia los sectores más vulnerados.

El principal justificativo para el accionar del Estado neoliberal se encuentra en la reducción indiscutible del gasto público, lo que ellos se han dado en llamar austeridad, este planteo (muchas veces oculto en debates y escritos detrás del falso posicionamiento que han logrado imponer sobre la disputa entre Estado y mercado) es quizás el que más estragos cause en los gobiernos hijos del consenso de Washington, no sólo porque implica la posibilidad de deslindar al Estado de la administración de empresas y entidades de carácter público, sino porque entiende que gran parte del gasto en política social es un gasto innecesario, un exceso de transferencias monetarias del erario público que no generan repercusiones en los indicadores macroeconómicos.

Nos encontramos aquí con dos discusiones factibles de puntualizar: la primera refiere al significado que los gobiernos neoliberales le dan a las políticas sociales en términos de derechos sociales y de derecho habientes; la segunda refiere a la supremacía de los indicadores económicos, el gobierno de los números y la necesidad de generar superávit fiscal y comercial aún si esto implica que se reproduzca el hambre en los sectores más marginales de la sociedad.

Prestaremos atención al segundo enunciado de esta puntualización, y en especial a la concepción de evaluación en lo que esto pueda devenir, es que en América Latina  los organismos de crédito internacionales con especial relevancia del Fondo Monetario Internacional han moldeado un modelo de evaluación para los gobiernos que aplican sus políticas que llamaremos aquí una evaluación cuantificadora y reduccionista.

Esta evaluación con aires de auditoría se vale de tecnicismos específicos que, centrados en los balances, promueven perseguir objetivos claros de estabilidad económica construidos a partir de un Estado administrador, el new public management (nueva gestión pública) fue uno de los grandes impulsores de este tipo de evaluación dado que su causa fundamental es la de:

 

(…) organizar el gobierno en grupos de agencias y departamentos (...); en la adopción de tomas de decisiones estratégicas y orientadas a la obtención de resultados, utilizar objetivos de output, indicadores de rendimiento, pagos en relación con los resultados y medidas de mejora de la calidad; en recortar los gastos (...); en una mayor flexibilidad; en una mejora de la eficiencia en la prestación de servicios públicos; en la promoción de la competencia en el ámbito y entre organizaciones del sector público (…) (Suleiman, 2000)[1].

 

Esto dio lugar al surgimiento de políticos burócratas desentendidos de los inputs sociales y convencidos (a su modo) de que este tipo de administración, luego del esfuerzo colectivo de la sociedad por sobrellevar las situaciones de austeridad, redundará en las mejoras de las condiciones de vida.

Esta lógica gerencial, como si se pudiera entender la sociedad del mismo modo que una empresa, conlleva por su parte mecanismos de autoridad que se desentienden de reclamos vigentes y que basan su accionar en métodos primordialmente estadísticos, uno de los principales ejemplos es el de la movilidad en la edad jubilatoria inspirada en el alargamiento de la esperanza de vida de la última década, en la experiencia fue demostrado que esto genera un crecimiento del desempleo joven y deterioro en las condiciones de vida en la tercera edad, pero por sobre todas las cosas se contrapone al derecho de disfrutar a una edad prudente de los frutos de años de trabajo asalariado.

Cabe pensar entonces el rol de la evaluación y de las personas evaluadoras en este contexto, si entendemos que la evaluación integral de políticas y de programas públicos no se dirige exclusivamente a estudiar los resultados y los impactos de un programa sino que va un paso más allá, analizando causas y observando con atención los orígenes de los problemas que se desea atacar, habremos de considerar que la evaluación no puede ser neutral cuando las condiciones de gobernabilidad y las decisiones políticas afectan directamente a la calidad de vida de los ciudadanos y ciudadanas, sobre todo cuando se trata de aquellos que han sido históricamente excluidos.

El compromiso de las evaluaciones no refiere ni muere en los tecnicismos profesionales, sino que se ve imbuido por las condiciones macroestructurales que generan las conformaciones de la estructura social, y es ahí que la evaluación también está teñida de política, como en la ciencia no podemos apelar constantemente a la racionalidad instrumental y a una profesionalización desideologizada, sino que conviene mantener posicionamientos firmes no con corrientes específicas pero si con lo que, desde los estudios honestos y orientados a las causas, puede manifestarse en el ensanchamiento de la brecha de desigualdad y en el acrecentamiento de las condiciones de pobreza a escalas altísimas.

En este contexto de vuelta a la vitalidad de los gobiernos conservadores, será necesario que la cultura de la evaluación se  reinvente en un esquema profesional sincero, que ponga atención a las tensiones y las contradicciones sociales y que genere en los expertos y expertas en evaluación la capacidad de discernir entre aquello que es necesario para los números y lo que es necesario para  convivir en una sociedad más justa e igualitaria. 

 

 

 

 

[1] Suleiman, E., 2000. ¿Es Max Weber realmente irrelevante?. Madrid: Instituto Nacional de Adminsitracion Pública .

 

 
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